Para la mayoría de las mujeres el día de nuestra boda es nuestro día soñado, aquel en el que tanto hemos pensado, imaginado, planificado y esperado desde que encontramos a esa persona que creemos perfecta para compartir el resto de nuestras vidas.
Llega el momento y deseamos que todo salga perfecto, programamos cada detalle milimétricamente. Es el día de nuestra boda y mientras recibimos a la peluquera, llamamos a la floristería para darles las últimas indicaciones; mientras nos vestimos, solventamos problemas con el restaurante; o mientras nos dirigimos a la iglesia, los invitados más despistados nos bombardean a llamadas porque no encuentran el lugar de la ceremonia. No disfrutamos cada instante como debería ser y olvidamos que es un día especial que preparamos no sólo para nuestros invitados, sino también para nosotros.
Asimismo, todos sabemos cuáles son las claves del éxito de una boda: un menú sencillo y adecuado para todos los gustos, y un ambiente relajado donde nuestros amigos puedan ser ellos mismos. Entonces, ¿por qué cuando nos convertimos en los novios obviamos todo ello y decidimos apostar por la ostentosidad? Las mejores bodas priman por su sencillez, aquellas en las que la espontaneidad y la naturalidad de cada invitado tienen cabida, pues solamente así se disfruta y se vive un momento tan especial en nuestras vidas… ¡Nuestro día soñado!